Por Paul Elam
Se nos acerca otro día del padre; un día que malos lasos y buenas memorias para la mayoría. Y para muchos hombres es un día de consideración sombría, no solo por el pirateo político de los padres en general, sino por una realidad más privada, una historia personal.
Con frecuencia no vamos a este lugar, es un lugar de política y pontificación. Incluso cuando lamentamos la crueldad del mundo hacia los corazones de los hombres, tratamos de no hablar de su mundo interno de pena y dolor. Y así es como debería de ser, tal vez. La mayoría de los hombres no necesitan adentrarse en su dolor, ni tampoco desean que su dolor sea un espectáculo para otros.
De todas formas, yo deseo compartir esta historia contigo, contiene mi sufrimiento y mi dolor. Cada palabra de esta historia es verdad.
Lo hago en honor a mi padre, Gerald, y en honor a tu padre también.
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Era febrero y conduje hasta Atenas, en el corazón del este de Texas con un viento frío que soplaba a las hojas muertas en la carretera. El cielo era oscuro y triste, imitaba al frío caos de mi corazón.
“Tan solo habla con él” me había dicho Jim. “Hay mucho que debes decir y puede que ya no tengas más oportunidades.”
“¿No tienes ni una maldita idea, verdad?” fue mi respuesta. “El tiene Alzheimer. Ya está muy avanzado. Él Ya no reconoce a mi madre la mayoría de las veces y a mi menos. ¿Qué bien va a hacer esto?”
Jim sonrió y me puso una mano en mi hombro.
“Tan solo habla con él”.
Lo insulté otra vez, pero me comprometí. Pensé que estaba loco al pedirme algo así. Pero el hombre era amigo en parte, hermano en parte y mentor en todo y esta vez se había pasado de la raya.
En todas formas, lo insultaba más mientras conducía, miraba a los edificios en el pequeño pueblo que se convertía en árboles desnudos y granjas, acercándome a una confrontación con mi pasado que por supuesto no quería.
No tenía idea de que decir. Mi padre, al menos en cuanto a nuestra relación, siempre había tenido Alzheimer. El estaba ahí y no estaba ahí, cerca pero cerrado, como si proteger su humanidad fuese su deber como padre. Me pasé los primeros dieciocho años de mi vida viviendo con él, pero sin realmente saber quien era él. Vivimos en la misma casa, pero no en el mismo hogar, comimos al mismo tiempo en la misma mesa sin compartir la comida. Incluso miramos y nos reímos con la televisión de los 60s mientras estábamos cerca, pero también estábamos a años luz de distancia. Ya no nos reímos juntos como antes.
Estaba yo. Estaba mi Papá. Pero nunca estábamos mi Papá y yo.
Su idea de la paternidad se detenía en la disciplina. Un producto de la gran depresión, una carrera militar y dos guerras, sus límites eran grabados en granito, su mano era justa pero estaba forjada en acero. Y su tolerancia para las tonterías, tal como el llamaba a la mayoría de mis intereses en mi juventud, no existía.
La única gentileza que vi en él era con mi madre, a quien amó más allá de las palabras. Pero esa ternura no se traducía a sus hijos. El tuvo tres niños y todos ellos tuvieron órdenes de marcha para masculinidad.
En mi hogar, su palabra era la ley, tan seguro como si hubiesen estado grabadas en tablas de piedra y cargadas a la base de la montaña. El me enseñó, con brutalidad en ocasiones, la importancia del trabajo duro y de la disciplina. Sus afectos nunca se hablaron. Estaban considerados como implícitos en las lecciones que enseñó, incluso cuando las entregaba con el reverso de su mano.
Honor. Trabajo. Obediencia. Especialmente obediencia.
Y era la obediencia, por supuesto lo que me rehusaba constantemente a aceptar.
Esa resistencia era la fuente del caos en mi hogar. Me hizo ganador de la ira eterna de mis hermanos y de la desaprobación de mis hermanos. Eventualmente me llevó fuera de la puerta y a la oficina de reclutamiento militar, la vía de escape más rápida que pude encontrar. A pesar de las circunstancias, puedo decir que mayormente gracias a mi padre, pude salir de ahí con mi frente en alto. Si hay algo que tiene alguien criado por ese hombre sería valor.
Sin embargo los ecos de todo ese combate familiar me seguían y todavía estaban conmigo cuando parqueé el auto y apagué el motor.
La última vez que estuve ahí fue para navidad. Era una época de charlas y de amnesia temporal respecto a conflictos pasados. Tal y como había sido desde que me había ido de la casa. Sin embargo esta no fue como las otras navidades. Mi padre tenía una enfermedad que gravaba un agujero en su mente y todos estábamos temblando gracias a eso, a veces nos aferrábamos a nuestras conexiones fracturadas para tener algún tipo de equilibro; como para evitar que nos caigamos en pedazos junto con él. Pasamos por los rituales navideños sombría y mecánicamente. La música navideña parecía un recordatorio cruel, asechador y melódico de que esta era la última vez que íbamos a estar todos juntos y todos vivos.
Mi padre se sentaba en una esquina mirando a una pantalla de televisión oscura mientras abríamos nuestros regalos.
Mi madre abrió uno con envoltorio rojo y verde. Ella desató el pospón y tomó la tarjeta que decía
PARA: Ann DE: Jerry, con amor.
La había escrito ella.
Ella abrió la caja y sacó una bata larga blanca de tela toalla muy gruesa. No se había molestado en remover la etiqueta de precio cuando la empacó.
“Oh, mira”, dijo ella, “Él me compró una bata nueva. ¿No es bonita?”
Ella se levantó y lo besó en la frente.
“Gracias cariño, Me encanta”
Él nunca sacó sus ojos de la televisión.
Mientras salía del auto limpié mi mente de ese recuerdo y caminé a la puerta principal. Esto ya iba a ser muy difícil sin necesidad de pensar en Navidad.
Cuando entré la sola imagen de él me paralizó. Desde la última vez que lo había visto, la mayor parte de su cabello se había caído. Incluso sus cejas estaban más delgadas. Habían unas úlceras en la parte de arriba de su cabeza, un problema de piel que venía con frecuencia junto con esa enfermedad, pero la imagen en mi mente era el horror de que su cerebro se podría y que eso había atravesado su cráneo y que se comía su cuero cabelludo.
El estaba sentado en su silla en pijama. Un delantal cubría su pecho y su estómago. Me quedé pensando por un momento si lo usaba mientras comía. Y entonces noté que el delantal tenía correas que se ataban detrás de la silla y lo ataban a la silla.
Miré a mi madre y ella suspiró con dolor.
“Era necesario”, me dijo. “Era eso o enviarlo a otra parte. Encendía los quemadores de la estufa y sacaba todo lo que había en la refrigeradora a menos que yo lo detenga. Lo dejo atado cuando salgo, pero tú se lo puedes desatar si quieres. Tan sólo no lo dejes solo, ni siquiera para ir al baño, a menos que el este atado.”
Sus palabras fueron un golpe para mí. De repente, mis memorias se transformaron, como si la visión de el en un estado tan degradante reescribieron treinta años de historia en un instante. Yo estaba enfurecido con la pérdida de fuerza, esa fuerza a la que me resistí tanto. Quería arrancar las malditas correas y hacerlas pedazos. Quería desafiar a Dios y maldecirlo por el cascarón al que había convertido a ese hombre atado en frente de mí.
Quería que mi padre regrese. Incluso si era el padre al que nunca tuve.
Mi madre me sacó del tumulto de mis pensamientos cuando ella cogió su bolso y sus llaves. Ella nunca se había preguntado porque yo quería un tiempo a solas con él, pero ese fue el acuerdo sin comentarios.
“Él no habla mucho” dijo ella, mientras habría la puerta, “Pero a veces él puede sorprenderte. Tiene esos… momentos. No puedo explicarlos.”
Y con esas palabras se fue y me encontré metido en el silencio más profundo de mi vida. Me quedé parado una pequeña eternidad preguntándome que hacer. La habitación se sentía como un vacío, suspendido en el tiempo y flotando en el aire, como una cuerda esperando por un cuello. Me saqué de ese estado e hice lo primero que pensé que podía hacer. Lo desaté.
Tomé asiento en el sofá que estaba junto a la silla y se levantó. Él mezcló un montón de libros y pasó sus dedos por las águilas de madera. Se sentó y se levanto con la misma velocidad. Esta vez fue a la puerta principal y sacudió la manilla de la puerta. No intentó abrirla. Tan sólo quería sentir la sacudida con sus dedos.
Noté una cicatriz familiar en su tobillo. Fósforo blanco; un regalo de Norcoreanos. Un pedazo de piel desapareció de la pierna de su pijama y era tan largo como desde la pantorrilla hasta la rodilla. Pensar en eso me hizo recordar que debajo de su camisa también estaba cubierto de recuerdos de cuando un mortero exploto en su espalda, arrancándole la carne, los huesos y los nervios. Y también pensé en mil días en los que yo sabía que tenía mucho dolor por esas heridas y las aguantó en silencio.
De repente me sentí débil e inútil.
‘Oh Dios, Jim. ¿Por qué me hiciste venir aquí?’ me pregunté. Y de alguna parte dentro de mis pensamientos, vino la respuesta.
Tan sólo habla con él.
Cuando mi padre regresó a su silla otra vez, hablar fue lo que hice.
No le voy a decir a nadie todo lo que dije. Eso fue entre mi padre y yo. Pero si diré que no dejé nada sin decir. Mencioné cada dolor de mi corazón y cada decepción. Y me disculpé por todo lo que pude recordar. Fueron muchas cosas. Y le conté secretos de mi corazón de los que jamás había hablado a nadie. Hablé y hablé. Lloré y hablé un poco más.
Cuanto tiempo duró esto, no lo sé. Pero si sé que durante todo el tiempo en el que hablé él nunca salió de su silla, en otras palabras, en su propio modo, él nunca dejó de escuchar.
Y entonces, justo cuando pensé que había terminado, me encontré buscando su mano. La tomé en mi mano y la sostuve tal y como lo hacía cuando era un niño pequeño, entonces llevé su mano a mi mejilla. Su piel se sentía tan frágil y delgada, no era ni el recuerdo de la mano que encontró con rabia a mi cara tantas veces.
Las lágrimas corrían por mi cara y mi respiración se entrecortaba. Tragué saliva y finalmente logré decir la única cosa importante que había venido a decir.
“Te quiero, Papi”
Y fue con esas palabras con las que todos los muros que había construido adentro de mí se derribaron. Cada resentimiento que tenía se calló al piso y se hizo añicos y cada pedazo de masculinidad que había usado para convertir mi vida cedieron ante un niño con el corazón roto que no había tenido voz en toda la vida.
Miré a sus ojos y los estudié. No pude creer lo que ví. El me estaba mirando, directamente en los ojos y pareció mirar a mi cara para reconocerme y para recordar mi nombre.
Mi padre quería saber quien era yo.
Una pequeña luz brilló en sus ojos. Parecía un fuego ante mis ojos, me quemaban con la furia del más grande de los espíritus humanos. Y entonces, como si fuese otra vida, otra historia la cual yo añoraba vivir, él habló.
“Yo también te quiero,” dijo él “siempre lo he hecho.”
Por primera vez desde que había llegado escuché el sonido del reloj en el fondo, era como si el tempo hubiese empezado otra vez. Era un trueno en mis oídos y me quedé ahí, aturdido y sacudido, tratando de poner mi cabeza en orden respecto de la magnitud del momento, mi momento. Y en el momento en el que empezaba a registrar lo que había pasado, lo vi deslizarse de regreso al vacío de su mente destrozada.
‘¡No! ¡Regresa! ¡Regresa!’ fueron las palabras en mi mente, pero la súplica llegó demasiado tarde. El se había ido cuando terminé la idea. Se levantó de la silla, retiró su mano de la mía sin vida y fue a la cocina. Esta vez me levanté y lo llevé de regresó a su silla. Me senté con él en silencio hasta que mi madre regresó a casa.
Pasé la tarde evitando preguntas de mi madre, quien por alguna razón tomó más interés en mi visita de lo que había mostrado antes. Era como si ella sintiese la diferencia en el aire y quería saber que había sucedido en su ausencia.
A ella no le correspondía saberlo. No todavía.
El clima del invierno me persiguió de regresó a Houston al día siguiente. Las nubes no eran menos oscuras, los árboles estaban igualmente desnudos.
Sin embargo el viaje de regreso no fue igual. Dejé la radio apagada y escuché al viento frío aullar alrededor de mi auto. Pasé un tiempo pensando en mi padre, y en los hombres, de una forma en la que nunca había hecho antes. Los costos del deber, los sacrificios de fuerza y honor y el amor que sobrevive a ellos, incluso cuando toma un milagro para probarlo. Miré como la cinta de asfalto llegaba y desaparecía detrás de mí como lo hacen los malos recuerdos. Y me llevé un regalo de mi padre, el hombre que me había dado todo lo que necesité y en el momento preciso cuando fui lo suficientemente hombre para recibirlo.
Mi mano estaba firme al volante.
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Gracias por leer esta historia. Sucedió hace casi veinte años, pero me tomo todo ese tiempo para que yo tenga el valor para escribirla.
Si esta historia hace algo por ti, espero que te aliente a perdonar a quien lo necesites. Y tal vez te guíe a hacer una pausa por un momento para que consideres los milagros en los corazones de todos los hombres- incluso aquellos escondidos por cicatrices- o nuestras cicatrices.
Feliz día del padre.
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